jueves, 23 de febrero de 2012

Wallada, la esquiva



(Apuntes biográficos sobre Wallada e Ibn Zaydun desde sus propios versos)

                                                        A D. Manuel Pérez de la Lastra y Villlaseñor


En ese turbión de adversidades, intrigas y destronamientos que supuso el final del imperio, nace Wallada, la hija del califa Al-Mustafki, la última princesa omeya de Al Andalus.
Me está permitido hablaros de Wallada, la atrevida, que hizo bordar éstos sus versos en el hombro derecho: 

“Estoy hecha, por Dios, para la gloria,
y camino, orgullosa, por mi propio camino.”
En el hombro izquierdo lucía:
“Doy poder a mi amante sobre mi mejilla
y mis besos ofrezco a quien los desea.

A los diecisiete años negoció la salida del haram renunciando a su título de realeza y a buena parte de la herencia, quedó tan solo con unas cuantas esclavas a las que liberó e instruyó, asociándose con ellas. Compró una casa en la ciudad en la que acabó montando un salón literario que llegó a ser el exquisito lugar de encuentro de la intelectualidad cordobesa
Ibn Bassam nos dejó escrito de Wallada: “Era la primera de las mujeres de su tiempo; su garbo libre, su desdén por los velos daba testimonio de su ardiente naturaleza. Por otro lado, tal era el medio mejor de manifestar las cualidades interiores y plásticas notables, la dulzura de su rostro y de su carácter. Su casa en Córdoba era el lugar de reunión de todas las gentes nobles de la capital; su salón, el palenque donde luchaban poetas y poetisas. Los literatos se dirigían hacia la luz de esta nueva luna brillante como hacia el faro de la noche. Los poetas más excelentes, los escritores más notables se esforzaban por obtener la dulzura de su intimidad, a la que era fácil llegar. Añadía a esto una gran violencia de carácter junto a la fogosidad de su naturaleza y con una propensión a la generosidad que le venía de raza...”
Otras fuentes sin embargo celebran su modestia y honestidad.
Cuando se rumoreaba en Córdoba de su liberalidad extrema escribió:
“Aunque las gentes admiren mi belleza, soy como las gacelas de La Meca cuya caza está prohibida”.

Muhya, la poetisa discípula y amiga de Wallada compuso:
“Defiende la línea de sus labios de los que los desean,
como se defiende la línea de la frontera de los atacantes;
a una la defienden los sables y las lanzas,
a la otra la defiende la magia de la mirada”.

Wallada, enamoró al gran poeta neoclásico Ibn Zaydun de Córdoba. Ibn Hayyan así lo describe: “...es el joven de las bellas letras, el árbitro de la elegancia, el poeta de las magníficas descripciones; es hijo de un noble cordobés; bello, sabio, mordaz, de dulce poesía, de pronta réplica y de polifacético saber”.
De la amistad que nutre los corazones en los caracteres similares de Wallada e Ibn Zaydun surgió un enamoramiento que devino en arrebato y apasionamiento. Wallada insinuó el verse a solas pero Zaydun mirando por el nombre de ella no se dio por enterado. Tantas veces insistió que el poeta al final accedió, enviando a uno de sus esclavos con esta nota:
“Espera mi visita a la hora en que las sombras de la noche sean oscuras, pues juzgo que la noche es la que mejor oculta los secretos”.
Tras esta primera unión Wallada le envió:
“¿No tendremos, pues, después de esta separación un medio de reunirnos para que cada enamorado se queje de los obstáculos que ha encontrado?
Aún cuando me visitabas en el invierno, pasaba la noche ardiendo de deseo después de tu marcha.
Las noches pasan sin que nuestra separación acabe y sin que la paciencia me libre de la esclavitud del amor...”
Conmovido, Zaydun le contestó:
“¿Cómo puedo abandonar tu pacto. ¿Cómo puedo faltar a tu promesa?
Pues mis deseos estuvieron satisfechos contigo y nunca te sobrepasaron.
Ojalá tengas para mí tanto amor como yo para ti.
Ojalá tus noches después de mí sean tan largas como las mías después de tí.
Pídeme mi vida, te la daré, pues no puedo negarte nada.
El destino se hizo mi esclavo cuando me hice esclavo de tu amor”.
Orgullosa de estirpe, celosa por naturaleza, Wallada prohibió la entrada de mujeres en su salón literario para que no admirasen la prestancia, el ingenio y la galanura de Ibn Zaydun.

“Tengo celos de ti, de tu tiempo y lugar.
Si yo te escondiese en mis ojos,
hasta el día de la resurrección,
no sería bastante, pues mis celos nunca cesarían”.
En toda leyenda o historia que se precie hay un tercero en discordia. Ibn Addus, poderoso ministro de los Banu Yahwar se enamora perdidamente de Wallada, a la que pretende por todos los medios obteniendo nula respuesta de ésta que seguía cautivada por Ibn Zaydun.
Una tarde Wallada sorprende a su amado en brazos de una esclava negra, tornándose el amor en despecho:
“ Si hubieses sido justo en el amor que hay entre nosotros,
no amarías, ni hubieses preferido, a una esclava mía.
Has dejado la rama que fructifica en belleza
y has cogido rama que no da frutos.
Sabes que soy la luna de los cielos,
pero has elegido, para mi desgracia, sombrío planeta”.

Tórnase rencor y desprecio en versadas sátiras:
Sátira del seis, contra Ibn Zaydun
“Te apodas El seis
y este mote no te dejará mientras vivas:
pues eres marica, puto y fornicador,
cornudo, cabrón y ladrón”.
Algún malhadado espía denunció a Zaydum como conspirador, al Visir Ibn Addus, quien lo encarceló. Escapó de la prisión ayudado por unos amigos y vagó varios días por los arrabales de Córdoba, arrepentido de la pérdida de su amor.
Wallada cerró el salón literario. Jamás salió referencia de sus labios a su enamorado, ni escuchó las súplicas de perdón del más grande poeta neoclásico del Andalus, quien hasta su muerte le siguió escribiendo los más dulces poemas.
Wallada quedará a la sombra del poderoso Ibn Addus por el resto de sus días. Tuvo una larga vejez hasta los ochenta años.
Zaydun dedicó sus poemas a Wallada, lágrimas cinceladas en lapidario de nostalgia. Su “Casida en Num”, aún hoy es recordada por adolescentes enamoradizos en el país del Nilo, recitándose a media voz bajo la luna. Versos de pérdida, de desamor, de una ciudad (Córdoba), de una época.
A la manera del Iraq, Zaydun en rígida estrofa clásica, escribe para Wallada la célebre "Casida en Num":
“Desde al- Zahra te recuerdo con pasión. El horizonte está claro y la tierra nos muestra su faz serena.
La brisa desmaya con el crepúsculo: parece que se apiada de mí y languidece, llena de ternura.
Los arriates me sonríen con sus aguas de plata, que parecen collares desprendidos de las gargantas.
Así fueron los días deliciosos que ya pasaron, cuando, aprovechando el sueño del Destino, fuimos ladrones de placer.
Hoy sólo me distraigo con las flores, imán de los ojos, en las que la escarcha juega vivaz, inclinando sus tallos:
Son como pupilas que, al ver mi insomnio, lloran por mí, y por eso el irisado llanto resbala por su cáliz.
...Si la unión contigo, por la que suspiro, se lograse, ese día sería el más noble entre todos.
... Si el céfiro, cuando sopla, consintiera en llevarme, depositaría a tus pies un doncel extenuado por la pena.
¡Oh mi más precioso joyel, el más sublime, el preferido de mi alma, cuando los amantes compran joyeles!
Pedirnos el uno al otro deudas de puro amor era, en otros tiempos la pradera feliz donde corríamos como libres corceles.
Pero ahora yo soy el único que puede jactarse de leal. Tú me dejaste, y yo me he quedado triste, amándote”.
Ibn Zaydun en la noche del destierro implora al cielo por Wallada, esa última luna que opaca entre las gasas fulge, esclarecida y distante como el astro, inalcanzable a sus brazos, exánimes palanquines del deseo.
Wallada, la esquiva, alheña su desdén bordando un desamor que “acaso es amor también”.


lunes, 6 de febrero de 2012

Pepe Castro, estilo y señorío en la Plaza del Potro

Plaza del Potro

Parecía haberse escapado de las pupilas de Julio Romero para establecerse en la misma Plaza del Potro que vio nacer al pintor cordobés. Y tanto interiorizó su puesto de trabajo que los turistas, a menudo le hacían fotos, relegando la misma Fuente del Potrillo a pintoresco decorado.

Este era un señor del Potro, fino y moreno, de augusto perfil. A menudo el traje acompasaba una feliz sonrisa, o un inesperado gesto de alerta cuando el sol de mayo, y a los salteados turistas había que cazarlos al vuelo con un lazo de distinción. Pepe Castro aguantaba en su sitio, a pie de tienda, sucesivos decenios, impertérrito, defendiendo esa genuina pose cordobesa, mezcla de tradición, estilo y señorío.

Julio Romero, de haber vivido la Córdoba post-industrial y moderna, lo habría retratado a pie de fuente, entre sus regalos de cerámica, forja y postales. Buen conversador, dejaba esa sosegada locuacidad, fruto maduro del ingenio popular cordobés, en un elevado listón.