lunes, 6 de agosto de 2012

EL ALFARERO DE LOS CAPRICHOS


                        

  José Salas “Salitas”, ingenioso alfarero dibujante de caprichos.


                                                            Mi alma se cansó/ y se le cayó/ la jarra del cuerpo.
                                                                                                                         I. Khattabi


   Caprichos son a fin de cuentas las formas talladas en el barro como caprichos son los concursos en el afán de ganar un premio, afianzar una carrera o un determinado éxito. En definitiva resaltar nuestro nombre o nuestro sello.

  José Salas Gálvez (1909-1985) era uno de esos alfareros de calle, nacido en aquellos años duros y turbulentos con los que alboreaba el siglo XX. Tras la repentina muerte de su padre es licenciado del servicio militar para reincorporarse a la alfarería, su vocación, su oficio y su destino.  Superviviente, como tantos en la posguerra española. La sonrisa apenas prendida en la chaqueta de los bailes y las manos de amasar el barro o la vida. José tenía la voz modulada en los vasares. Las suelas gastadas en la rueda del torno así como dolida la cintura. Antaño aquella donosa figura lo mismo desarmaba pañuelos en las tardes del domingo que ataba las horas con una guita en la taberna del sol.

   Salitas era un destacado jarrero. Fue joven aprendiz en la meritosa alfarería de José Gómez Pérez “Pepe Upa”, allá en la C/ Bachiller. Los buenos alfareros dibujan en el torno de su imaginación las piezas sobresalientes. Y la alcarraza jarra era y fue la reina rambleña, la quintaesencia femenina de turbadora desnudez en las ferias y fiestas de guardar. España, es decir, Andalucía, era un botijo que sudaba sus penas al sol mientras una guitarra rasgueaba a la sombra. Junto a la  mesita, prestas para aliviar la sed, distinguidas, frescas y elegantes, las botellas de pera y de bola, donde antaño enseñoreaba, delgada y porosa, la jarra de cuatro picos.

   La jarra actual es hija de la morisca alcarraza. Aquel primor, ya desde las asitas montadas en doblez, feliz destello de belleza, iluminada a base de incisiones con asteriscos, hojas o vainas, impresiones de hundidos y acanaladuras, tetillas o mamelones. Poco le falta para deslumbrar. En fin todo lo que la tersa piel del barro admite como ensalzamiento y coquetería (1).  En trance queda la alcarraza melendezana (2). Al paso de los siglos desnuda su barroquismo preciosista para quedar dibujo, línea pura, esencia en arcilla conque refrescar y depurar el agua o para adorno en el vasar. Últimamente como maceta colgada en los patios y callejas del alma. De aquí a objeto de museo, sólo un paso.

   En todo tiempo, en todo lugar hay espacio para la felicidad. José Salas Gálvez se casó con Francisca Arroyo Sánchez. Y tuvieron 11 hijos, de los que llegaron a mayores tres: Bartolo, Juana y José. Así era la mortalidad infantil en aquel tiempo. Aún recuerdan los viejos del pueblo el fatal accidente del niño Francisco Salas cuando a los diez años escaló entre juegos un poste de la luz. El luto oscureció mucho tiempo al matrimonio, pero Salitas y Frasquita, aún sobre tanta adversidad, se querían.

   Francisca también ayudaba al oficio del marido, mondaba el barro en algunas alfarerías y enlazaba habilidosa y presta los botijos.

   Son los también llamados oficios, santuarios de humedecido frescor y oreadas sombras. En estas cavernas encaladas de silencio, el mito clásico se constata a deshoras. Las ilusiones, los sueños atenúan el acrecentado zumbar del motor que hace girar la rueda. Este era el ritual alfarero de humedecer las manos en el albañal con que se santiguaban algunos domingos. O las vísperas de feria cuando con prisa declinaban al sol los tardíos melones de Agosto.

   A José le perdía la afición por el dibujo (diseñó en el tiempo numerosas piezas para los concursos de alfarería). Fuese con lápiz de albañil, tinta de albañal o modernos rotuladores de color. Continuamente dibujaba caprichos de madurez,  la barba apuntaba cana y los ojos orbitaban sobre el papel, aun antes de deslizar la mano. Eran caprichos de cortesía, diseños regalados al provecho de otros alfareros. Equilibrios en siluetas de regusto clásico y remates barrocos, con asas imposibles enriscadas en osadas piruetas. Y el trazo infantil de los viejos dibujantes. Caprichos del ingenioso alfarero.

   Salitas dejaba volar su mente de acuarelas sobre el barro. Añoraba a su pesar, aquella luz de alcarraza custodiada por almanaques, donde plasmó hilos de arcilla en la soledad eléctrica, 120 vatios, de una bombilla trenzada a cordel. Donde las manos verdaderas eran sombras, que la pared destilaba, alisando un salpicado gotelé de albañal con veranos y radio. Porque nadie está más solo que un alfarero con sus pensamientos girando reiterativos, barruntando con arcilla en las manos su vital incertidumbre sobre la rueda del mundo.

   Los tratos se rubrican  con apretón de manos y unos vasos de vino en la barra de un bar. Los bares son las oficinas de los oficios en toda la España interior. El vino es la comunión con la tierra, así como la arcilla es la carne, toda piel, del campo. Allí ocupan su espacio, su estatus conquistado día a día, año tras año por  mérito propio o concedido por nacimiento, por indulgencia o por imposición. La escala social también pone sus límites, tamizados en los pueblos pequeños, delimita la frontera de la palabra en las cuatro esquinas del bar. El vino de la memoria es el sustento del alma.

   Es este el primer intento de las manos alfareras de La Rambla que dibujan estaciones en sepia o amarillo. Inician a colorear los sueños, pero estos colores densos, muy vivos, parecen inspirados por las carteleras nacionales de los años cincuenta y sesenta que inunda el todopoderoso cine americano. Son como flores kitss en jarrones de pintura plástica. He aquí el inicio anímico de la alfarería a la cerámica moderna, el paso del cine clásico en blanco y negro al technicolor. De las neveras al nevermore sobrevenido cuando la temida crisis del botijo eléctrico en las casas españolas. El cine fue la evasión única y popular a la opresión político-social, los sueños se paseaban en pijama por el lienzo irradiado, pero aún así la moralina española cambió adulterio por incesto. Las películas inspiraban también motes de alfarero que ellos mismos establecían en una competición de ingenio*: “La senda de los elefantes”... Todas las de Clark Gable, Gary Cooper y el otro (Grant) versus Ava, Marilyn, Rita… O “El oro de Mackenna”, ésta ya en los setenta, llenaban los cines San José, el Cine Molinero, o el reciente y  muy moderno Ideal Cinema. Pero la diosa Ava Gadner estuvo aquí, bien lo sabéis. Y el pobre Frank (Sinatra) fue espetado por un collar de esmeraldas que entraba, para llevársela, en el aeropuerto del Prat. Los botijos rambleños ya habían colonizado por décadas, prioritariamente la baja Andalucía y el centro de España. Ahora la nueva cerámica vidriada aguardaba, en muflas o en hornos eléctricos, de gas o de gasoil, su implosión y desbordamiento por la península ibérica e incluso allende los Pirineos. Pero ésta ya es otra época, televisiva.



  (1) Alcarraza iluminada del Museo de Cerámica La Rambla.
  (2). Bodegón de Luis Meléndez (siglo XVIII) con una jarra alcarraza en el Museo del Prado. Cursos de Cerámica Histórica en La Rambla, idea y desarrollo de José Luis Parra Jurado.
  *Esto me lo comentó mi buen amigo Rafael del Río Gamero, alfarero octogenario, que ha llevado con dignidad y orgullo el sobrenombre de Mogambo.

_"EL BOTIJO DE GALLO. UNA DE LAS FORMAS TRADICIONALES DE LA ALFARERIA RAMBLEÑA. (CHARLAS ALFARERAS A LA SOMBRA DEL OFICIO. Entrevista a Rafael Del Río Gamero ) REV LXVIII. EXPOSICION CERAMICA DE LA RAMBLA.1998