miércoles, 23 de abril de 2014

De hojaldre y carmín


Porque, cuál  es el recuento de la vida sino fotografías. 
Familiares rostros, anónimos daguerrotipos que engrosa y descuida el tiempo. 
Blanco y negro, sepia que amarillea y rasga con manos borradoras y lápices de olvido.




De hojaldre y carmín los labios de Abuela Carmen. Plácida luna a la sombra de tiernos brocales. A los pies del olivo sonríe a una Leika en La Matallana. Grandes ramos colmatados  por el agua y los años, ella, una flor cordobesa del Postigo, que tanto sostuvo la vida y raíces.

Poco a poco se le van cayendo los recuerdos  a la niebla de  los sueños. Poco a poco el dolor se pesa en la romana y bailamos la danza de los locos, primero en las alacenas, luego en los abrazos. Más tarde espesa el azafrán de la memoria y salpica los pucheros. 




He visto en los ojos de mi madre
las manos de mi abuela Carmen.
Poseo esa sonrisa asumida
cuando la espera viste oscuro
y un pañuelo corta el sol entre olivos.
Llevo un ceremonial de arcilla
y rosas en la sangre.
Lo moderno es ancestral refugio
ante el ayer trascendido.
Abuela y madre rondan los setenta.
Luna de piel, morena plenitud;
azul, por chinescos del mar,
la mirada de mi madre.
Nunca nombres, Carmela, Loli,
lo innombrable.
                        febrero 2003


*Había un rosal en el patio de la alfarería de mi abuelo Leonardo, junto al pozo estallaba su color púrpura, cerca del pilón redondo y encalado del agua. Cierro los ojos y las veo aún, menudas, preciosas rosas rojas de pitiminí. Hasta no hace mucho florecían. Quedan las raíces dormidas en el arriate.

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