Parecía haberse escapado de las pupilas de Julio Romero para establecerse en la misma Plaza del Potro que vio nacer al pintor cordobés. Y tanto interiorizó su puesto de trabajo que los turistas, a menudo le hacían fotos, relegando la misma Fuente del Potrillo a pintoresco decorado.
Este era un señor del Potro, fino y moreno, de augusto perfil. A menudo el traje acompasaba una feliz sonrisa, o un inesperado gesto de alerta cuando el sol de mayo, y a los salteados turistas había que cazarlos al vuelo con un lazo de distinción. Pepe Castro aguantaba en su sitio, a pie de tienda, sucesivos decenios, impertérrito, defendiendo esa genuina pose cordobesa, mezcla de tradición, estilo y señorío.
Julio Romero, de haber vivido la Córdoba post-industrial y moderna, lo habría retratado a pie de fuente, entre sus regalos de cerámica, forja y postales. Buen conversador, dejaba esa sosegada locuacidad, fruto maduro del ingenio popular cordobés, en un elevado listón.
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