José Salas “Salitas”, ingenioso alfarero dibujante de caprichos.
Mi
alma se cansó/ y se le cayó/ la jarra del cuerpo.
I. Khattabi
Caprichos son a fin de cuentas las formas
talladas en el barro como caprichos son los concursos en el afán de ganar un
premio, afianzar una carrera o un determinado éxito. En definitiva resaltar
nuestro nombre o nuestro sello.
José Salas Gálvez (1909-1985) era uno de esos
alfareros de calle, nacido en aquellos años duros y turbulentos con los que
alboreaba el siglo XX. Tras la repentina muerte de su padre es licenciado del
servicio militar para reincorporarse a la alfarería, su vocación, su oficio y
su destino. Superviviente, como tantos
en la posguerra española. La sonrisa apenas prendida en la chaqueta de los
bailes y las manos de amasar el barro o la vida. José tenía la voz modulada en
los vasares. Las suelas gastadas en la rueda del torno así como dolida la cintura. Antaño aquella donosa figura lo mismo
desarmaba pañuelos en las tardes del domingo que ataba las horas con una guita
en la taberna del sol.
Salitas era un destacado jarrero. Fue joven
aprendiz en la meritosa alfarería de José Gómez Pérez “Pepe Upa”, allá en la C / Bachiller. Los buenos
alfareros dibujan en el torno de su imaginación las piezas sobresalientes. Y la
alcarraza jarra era y fue la reina rambleña, la quintaesencia femenina de
turbadora desnudez en las ferias y fiestas de guardar. España, es decir,
Andalucía, era un botijo que sudaba sus penas al sol mientras una guitarra rasgueaba
a la sombra. Junto a la mesita, prestas
para aliviar la sed, distinguidas, frescas y elegantes, las botellas de pera y
de bola, donde antaño enseñoreaba, delgada y porosa, la jarra de cuatro picos.
La jarra actual es hija de la morisca
alcarraza. Aquel primor, ya desde las asitas montadas en doblez, feliz destello
de belleza, iluminada a base de incisiones con asteriscos, hojas o vainas,
impresiones de hundidos y acanaladuras, tetillas o mamelones. Poco le falta para
deslumbrar. En fin todo lo que la tersa piel del barro admite como
ensalzamiento y coquetería (1). En trance queda la alcarraza melendezana (2). Al paso de los siglos
desnuda su barroquismo preciosista para quedar dibujo, línea pura, esencia en
arcilla conque refrescar y depurar el agua o para adorno en el vasar. Últimamente
como maceta colgada en los patios y callejas del alma. De aquí a objeto de
museo, sólo un paso.
En todo tiempo, en todo lugar hay espacio
para la felicidad. José Salas Gálvez se casó con Francisca Arroyo Sánchez. Y
tuvieron 11 hijos, de los que llegaron a mayores tres: Bartolo, Juana y José.
Así era la mortalidad infantil en aquel tiempo. Aún recuerdan los viejos del
pueblo el fatal accidente del niño Francisco Salas cuando a los diez años
escaló entre juegos un poste de la luz. El luto oscureció mucho tiempo al
matrimonio, pero Salitas y Frasquita, aún sobre tanta adversidad, se querían.
Francisca también ayudaba al oficio del
marido, mondaba el barro en algunas alfarerías y enlazaba habilidosa y presta
los botijos.
Son los también llamados oficios, santuarios
de humedecido frescor y oreadas sombras. En estas cavernas encaladas de
silencio, el mito clásico se constata a deshoras. Las ilusiones, los sueños
atenúan el acrecentado zumbar del motor que hace girar la rueda. Este era el
ritual alfarero de humedecer las manos en el albañal con que se santiguaban
algunos domingos. O las vísperas de feria cuando con prisa declinaban al sol
los tardíos melones de Agosto.
A José le perdía la afición por el dibujo (diseñó
en el tiempo numerosas piezas para los concursos de alfarería). Fuese con lápiz
de albañil, tinta de albañal o modernos rotuladores de color. Continuamente
dibujaba caprichos de madurez, la barba apuntaba cana y los ojos orbitaban sobre
el papel, aun antes de deslizar la mano. Eran caprichos de cortesía, diseños
regalados al provecho de otros alfareros. Equilibrios en siluetas de regusto
clásico y remates barrocos, con asas imposibles enriscadas en osadas piruetas.
Y el trazo infantil de los viejos dibujantes. Caprichos del ingenioso alfarero.
Salitas dejaba volar su mente de acuarelas sobre
el barro. Añoraba a su pesar, aquella luz de alcarraza custodiada por
almanaques, donde plasmó hilos de arcilla en la soledad eléctrica, 120 vatios,
de una bombilla trenzada a cordel. Donde las manos verdaderas eran sombras, que
la pared destilaba, alisando un salpicado gotelé de albañal con veranos y radio.
Porque nadie está más solo que un alfarero con sus pensamientos girando
reiterativos, barruntando con arcilla en las manos su vital incertidumbre sobre
la rueda del mundo.
Los tratos se rubrican con apretón de manos y unos vasos de vino en
la barra de un bar. Los bares son las oficinas de los oficios en toda la España interior. El vino es
la comunión con la tierra, así como la arcilla es la carne, toda piel, del campo.
Allí ocupan su espacio, su estatus conquistado día a día, año tras año por mérito propio o concedido por nacimiento, por
indulgencia o por imposición. La escala social también pone sus límites, tamizados
en los pueblos pequeños, delimita la frontera de la palabra en las cuatro
esquinas del bar. El vino de la memoria es el sustento del alma.
Es este el primer intento de las manos
alfareras de La Rambla
que dibujan estaciones en sepia o amarillo. Inician a colorear los sueños, pero
estos colores densos, muy vivos, parecen inspirados por las carteleras
nacionales de los años cincuenta y sesenta que inunda el todopoderoso cine
americano. Son como flores kitss en jarrones de pintura plástica. He aquí el
inicio anímico de la alfarería a la cerámica moderna, el paso del cine clásico
en blanco y negro al technicolor. De las neveras al nevermore sobrevenido
cuando la temida crisis del botijo eléctrico en las casas españolas. El cine
fue la evasión única y popular a la opresión político-social, los sueños se
paseaban en pijama por el lienzo irradiado, pero aún así la moralina española
cambió adulterio por incesto. Las películas inspiraban también motes de
alfarero que ellos mismos establecían en una competición de ingenio*: “La senda
de los elefantes”... Todas las de Clark Gable, Gary Cooper y el otro (Grant) versus
Ava, Marilyn, Rita… O “El oro de Mackenna”, ésta ya en los setenta, llenaban
los cines San José, el Cine Molinero, o el reciente y muy moderno Ideal Cinema. Pero la diosa Ava
Gadner estuvo aquí, bien lo sabéis. Y el pobre Frank (Sinatra) fue espetado por
un collar de esmeraldas que entraba, para llevársela, en el aeropuerto del
Prat. Los botijos rambleños ya habían colonizado por décadas, prioritariamente
la baja Andalucía y el centro de España. Ahora la nueva cerámica vidriada
aguardaba, en muflas o en hornos eléctricos, de gas o de gasoil, su implosión y
desbordamiento por la península ibérica e incluso allende los Pirineos. Pero
ésta ya es otra época, televisiva.
(1) Alcarraza iluminada del Museo de Cerámica La Rambla.
(2).
Bodegón de Luis Meléndez (siglo XVIII) con una jarra alcarraza en el Museo del
Prado. Cursos de Cerámica Histórica en La Rambla , idea y desarrollo de José Luis Parra
Jurado.
*Esto
me lo comentó mi buen amigo Rafael del Río Gamero, alfarero octogenario, que ha
llevado con dignidad y orgullo el sobrenombre de Mogambo.
_"EL BOTIJO DE GALLO. UNA DE LAS
FORMAS TRADICIONALES DE LA ALFARERIA RAMBLEÑA. (CHARLAS ALFARERAS A LA SOMBRA DEL OFICIO.
Entrevista a Rafael Del Río Gamero ) REV LXVIII. EXPOSICION CERAMICA DE LA RAMBLA.1998